Por: Teresa Bustillo Martínez
¿Se necesita una zona de confort para el videoarte?
Desde su primera edición, el Comité Organizador del Festival Internacional de Videoarte de Camagüey ha insistido en hacer de este evento un espacio destinado, no solo a la exhibición de las obras en concurso, sino también ocupado en propiciar la reflexión teórica en torno a problemáticas sustantivas de la videocreación. Este año, mediado un poco por el azar concurrente lezamiano (lo reconozco) se han dado cita 4 voces con suma experiencia en los terrenos relativos a los circuitos expositivos del arte contemporáneo en general, y del videoarte en particular.
Esta coincidencia (y otras vivencias personales mucho menos memorables) me han provocado la escritura de estas líneas, que no intentarán más que llamar la atención sobre el extraño maridaje entre el videoarte y los circuitos de distribución. Ya la psicología ha definido algunas categorías para la tipificación de los conflictos interpersonales y, sin que esta sea mi área del conocimiento, me atrevo a conjeturar ciertas convergencias entre las relaciones de atracción-evitación, y las tensiones que tienen lugar entre la videocreación y los espacios destinados a su promoción.
El videoarte, luego de más de medio siglo de existencia, sigue coronado por la aureola de la experimentación -aun cuando detrás de esta aureola se escondan, a veces, intenciones más pretensiosas que sinceras- y, en consecuencia, el sistema de instituciones afines lo asume como una estrategia viable para estar en “sintonía” con una de las producciones más renovadoras del panorama visual contemporáneo. Sin embargo, aún son pocos los espacios que sin titubeos se arriesgan a especializarse en la exhibición de videoarte porque una parte importante de ese sistema promocional -el mercado- todavía mantiene ciertas reticencias e impericias en la comercialización de la morfología.
Pero culpar exclusivamente al mercado puede resultar inapropiado. Junto a él y con un indiscutible valor simbólico de legitimación figura el museo, uno de los legados más contundentes del proyecto moderno y en franco cuestionamiento desde hace varias décadas. Por lo que, casas subastadoras de un lado e instituciones museísticas por otro, constituyen las fases finales de un proceso ni ingenuo ni espontáneo, sino completamente mediado por las voluntades de poder. Y de esas voluntades de poder y de sus respectivas zonas de confort se trata este asunto.
Cuando la rebeldía se convierte en norma; cuando el sistema simula el caos; cuando las ideas se diluyen en entelequias venidas a más y a eso le llamamos arte; cuando las maneras se amaneran y los convencimientos nos llegan por terceros, las prescripciones se tornan inviables. No hay recetas, no hay maneras predictibles, no hay esquemas que repetir. Solo sé lo que no quiero, pero no tengo claro cómo evitarlo.
Por tanto, sobre la atracción por lo más transgresor y la evitación de lo inseguro se han ido articulando los circuitos expositivos para la videocreación. Concebir hoy un escenario expositivo al margen de los esquemas de venta o imaginar una morfología artística desestimada por las plataformas establecidas para los actos de comercialización lucen como actos de temeraria disociación. Sin embargo, tampoco suena demasiado convincente desconocer los riesgos de “propiedad” que corre quien compra un videoarte.
Tales asertos no dejan muchas otras alternativas que aceptar que los derroteros se antojan aviesos y que habrá que ganarle a la evitación si al final decidiéramos apostar por la atracción casi fatal que ejerce el videoarte sobre todos nosotros. Encontrar “Detrás del Muro” -incluso “Under the Subway”- los nada “Cortos de Soria” y la Bienal de La Habana me dejan la secreta confianza de que el videoarte ganará en la conflictiva relación de atracción-evitación con los circuitos de exhibición sin que por ello se solace en una peligrosa zona de confort.