Por: María Antonia Borroto.
Diana me lanza la pregunta y me deja pensando. Debiera ser al revés; debiera ser yo quien pregunte: ¿acaso no soy la periodista y ella mi “fuente”? Pero no, la inversión de roles es válida y obedece a la lógica misma de FIVAC.
Porque Diana Rosa Pérez, productora general del Festival Internacional de Videoarte, sabe que el evento ha podido sobrevivir no solo por la tenaz voluntad de sus gestores, sino porque todos los que alguna vez hemos estado en su órbita —de fortísima gravitación— lo hemos hecho nuestro y podemos, con tanta autoridad como ella, responder la pregunta.
¿Por qué un festival de videoarte en Camagüey? ¿Y por qué no?, podría ser la primera y más tentativa respuesta, germen de otras interrogantes. ¿Por qué negarnos la posibilidad del desafío? ¿De la actualización? ¿Del uso de tecnologías que tal vez para mentes estrechas parecen ajenas a las búsquedas artísticas?
Un evento como este entronca, perfectamente, con la lógica principeña. Tal vez no con la de algunos, muy seguros de que nuestro mejor homenaje al pasado es su recuerdo constante. Pues no, esta tropa liderada por Jorge Luis Santana sabe que los hombres y las mujeres ilustres del Camagüey trascendieron no por su gesto quietista y contemplativo, sino por el afán quimérico —aunque con los pies muy bien puestos sobre la tierra— que les permitió estar muy al tanto —y hasta participar— en las más importantes polémicas de su tiempo. También se dice que fuimos pioneros en el debate y aceptación del Cine como arte. Hoy es asunto que ya no merece tales discusiones, pero afirmar algo así en las primeras décadas del siglo XX era un gesto audaz que podía ser interpretado por ciertas élites intelectuales como ofensa a las bellas artes.
Tal vez FIVAC sea uno de esos sucesos en los que es posible apreciar la pertinaz recurrencia del contrapunteo entre tradición y modernidad. Con una liza medieval lo equiparó jocosamente Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño; una liza en la que la “cizaña, chismes, envidia, delaciones y otros metales impuros” eran las armas del “ejército del oscurantismo”, pues así llamó a quienes se oponían al progreso.
O sea, no se trata de un divorcio ni nada semejante con el devenir mismo de la ciudad; más bien todo lo contrario: la certidumbre de que cada generación debe hacer lo suyo —hacerlo bien, por supuesto—, y que debe ser hija de su tiempo. Era a lo que aspiraba El Lugareño y a lo que debemos aspirar nosotros.
Así que, ¿por qué no un festival de videoarte en Camagüey? Hay otras razones, acendradas también en la vocación universalista de Camagüey. Además, ¿por qué las provincias —el mal llamado interior— debe ser visto como reservorio de tradiciones a ser defendidas —rescatadas, como gustan decir quienes ven el asunto en términos de dragones y princesas— y no como génesis de prácticas más contemporáneas, de otras maneras de circulación y gestión de los proyectos artísticos, de búsqueda de la sostenibilidad económica?
Y hay otras muchas razones, tantas tal vez como personas nos hemos visto en la órbita de FIVAC. Pero más allá de estas —o más acá— importa defender este espacio de resistencia y reflexión —casi sinónimos en este caso— frente al imperio avasallador de la fruslería que, envuelta en fino celofán o en las burdas telas de lo marginal —otra forma de celofán, a fin de cuentas— parece adueñarse de todo. Así de sencillo.